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domingo, 6 de febrero de 2011

LA INTELIGENCIA EMOCIONAL COMO UNA HABILIDAD ESENCIAL


OEI-Revista Iberoamericana de Educación (ISSN: 1681-5653)
Pablo Fernández-Berrocal y Natalio Extremera Pacheco
Universidad de Málaga, España.


Nuestra sociedad ha valorado de forma pertinaz durante los últimos siglos un ideal muy concreto del ser humano: la persona inteligente. En la escuela tradicional, se consideraba que un niño era inteligente cuando dominaba las lenguas clásicas, el latín o el griego, y las matemáticas, el álgebra o la geometría.
Más recientemente, se ha identificado al niño inteligente con el que obtiene una puntuación elevada en los tests de inteligencia. El cociente intelectual (CI) se ha convertido en el referente de este ideal y este argumento se sustenta en la relación positiva que existe entre el CI de los alumnos y su rendimiento académico: los alumnos que más puntuación obtienen en los tests de CI suelen conseguir las mejores calificaciones en la escuela.
En el siglo XXI esta visión ha entrado en crisis por dos razones. Primera, la inteligencia académica
no es suficiente para alcanzar el éxito profesional. Los abogados que ganan más casos, los médicos más
prestigiosos y visitados, los profesores más brillantes, los empresarios con más éxito, los gestores que
obtienen los mejores resultados no son necesariamente los más inteligentes de su promoción. No son
aquellos adolescentes que siempre levantaban primero la mano en la escuela cuando preguntaba el
profesor o resaltaban por sus magníficas notas académicas en el instituto. No son aquellos adolescentes
que se quedaban solos en el recreo mientras los demás jugaban al fútbol o simplemente charlaban. Son los
que supieron conocer sus emociones y cómo gobernarlas de forma apropiada para que colaboraran con su
inteligencia. Son los que cultivaron las relaciones humanas y los que conocieron los mecanismos que
motivan y mueven a las personas. Son los que se interesaron más por las personas que por las cosas y que
entendieron que la mayor riqueza que poseemos es el capital humano.
Segunda, la inteligencia no garantiza el éxito en nuestra vida cotidiana. La inteligencia no facilita la
felicidad ni con nuestra pareja, ni con nuestros hijos, ni que tengamos más y mejores amigos. El CI de las
personas no contribuye a nuestro equilibrio emocional ni a nuestra salud mental. Son otras habilidades
emocionales y sociales las responsables de nuestra estabilidad emocional y mental, así como de nuestro
ajuste social y relacional.
En este contexto es en el que la sociedad se ha hecho la pregunta: ¿por qué son tan importantes
las emociones en la vida cotidiana? La respuesta no es fácil, pero ha permitido que estemos abiertos a otros
ideales y modelos de persona.
En este momento de crisis ya no vale el ideal exclusivo de la persona inteligente y es cuando surge
el concepto de inteligencia emocional (IE) como una alternativa a la visión clásica.
En la literatura científica existen dos grandes modelos de IE: los modelos mixtos y el modelo de
habilidad. Los modelos mixtos combinan dimensiones de personalidad como el optimismo y la capacidad de automotivación con habilidades emocionales (Goleman y Bar-On). En nuestro país, el que ha tenido más
difusión en los contextos educativos ha sido el modelo mixto de inteligencia emocional de Daniel Goleman.
Fenómeno que tiene que ver más con las razones del marketing y la publicidad, que con la lógica de la
argumentación científica.
El propósito de este artículo es ilustrar el modelo de habilidad de John Mayer y Peter Salovey,
menos conocido en nuestro entorno, pero con un gran apoyo empírico en las revistas especializadas. De
hecho, Goleman tomó el concepto de IE de un artículo de Mayer y Salovey del año 1990, aunque en su
famoso libro le da un enfoque bastante diferente.
El modelo de habilidad de Mayer y Salovey se centra de forma exclusiva en el procesamiento
emocional de la información y en el estudio de las capacidades relacionadas con dicho procesamiento.
Desde esta teoría, la IE se define como la habilidad de las personas para atender y percibir los sentimientos
de forma apropiada y precisa, la capacidad para asimilarlos y comprenderlos de manera adecuada y la
destreza para regular y modificar nuestro estado de ánimo o el de los demás. Desde el modelo de habilidad,
la IE implica cuatro grandes componentes:
• Percepción y expresión emocional: reconocer de forma consciente nuestras emociones e
identificar qué sentimos y ser capaces de darle una etiqueta verbal.
• Facilitación emocional: capacidad para generar sentimientos que faciliten el pensamiento.
• Comprensión emocional: integrar lo que sentimos dentro de nuestro pensamiento y saber
considerar la complejidad de los cambios emocionales.
• Regulación emocional: dirigir y manejar las emociones tanto positivas como negativas de
forma eficaz.
Estas habilidades están enlazadas de forma que para una adecuada regulación emocional es
necesaria una buena comprensión emocional y, a su vez, para una comprensión eficaz requerimos de una
apropiada percepción emocional.
No obstante, lo contrario no siempre es cierto. Personas con una gran capacidad de percepción
emocional carecen a veces de comprensión y regulación emocional.
Esta habilidad se puede utilizar sobre uno mismo (competencia personal o inteligencia
intrapersonal) o sobre los demás (competencia social o inteligencia interpersonal). En este sentido, la IE se
diferencia de la inteligencia social y de las habilidades sociales en que incluye emociones internas, privadas,
que son importantes para el crecimiento personal y el ajuste emocional.
Por otra parte, los aspectos personal e interpersonal también son bastante independientes y no
tienen que darse de forma concadenada. Tenemos personas muy habilidosas en la comprensión y
regulación de sus emociones y muy equilibradas emocionalmente, pero con pocos recursos para conectar
con los demás. Lo contrario también ocurre, pues hay personas con una gran capacidad empática para
comprender a los demás, pero que son muy torpes para gestionar sus emociones.

La inteligencia emocional, como habilidad, no se puede entender tampoco como un rasgo de
personalidad o parte del «carácter» de una persona. Observemos a un individuo que tiene como
característica de su personalidad ser extravertido, ¿podremos pronosticar el grado de inteligencia emocional
personal o interpersonal que posee? Realmente, no podemos pronosticarlo. Otra cosa es que exista cierta
interacción entre la IE y la personalidad, al igual que existe con la inteligencia abstracta: ¿utilizará y
desarrollará igual una persona su inteligencia emocional con un CI alto o bajo? En este sentido, las
personas con cierto tipo de personalidad desarrollarán con más o menos facilidad, con mayor o menor
rapidez, sus habilidades emocionales. Al fin y al cabo, la persona no es la suma de sus partes, sino una
fusión que convive –milagrosamente– de forma integrada.
Vamos a desarrollar con brevedad estos cuatro componentes.

PERCEPCIÓN Y EXPRESIÓN EMOCIONAL
Los sentimientos son un sistema de alarma que nos informa sobre cómo nos encontramos, qué nos
gusta o qué funciona mal a nuestro alrededor con la finalidad de realizar cambios en nuestras vidas. Una
buena percepción implica saber leer nuestros sentimientos y emociones, etiquetarlos y vivenciarlos. Con un
buen dominio para reconocer cómo nos sentimos, establecemos la base para posteriormente aprender a
controlarnos, moderar nuestras reacciones y no dejarnos arrastrar por impulsos o pasiones exaltadas.
Ahora bien, ser conscientes de las emociones implica ser hábil en múltiples facetas tintadas afectivamente.
Junto a la percepción de nuestros estados afectivos, se suman las emociones evocadas por objetos
cargados de sentimientos, reconocer las emociones expresadas, tanto verbal como gestualmente, en el
rostro y cuerpo de las personas; incluso distinguir el valor o contenido emocional de un evento o situación
social.
Por último, la única forma de evaluar nuestro grado de conciencia emocional está siempre unida a la
capacidad para poder describirlos, expresarlos con palabras y darle una etiqueta verbal correcta. No en
vano, la expresión emocional y la revelación del acontecimiento causante de nuestro estrés psicológico se
alzan en el eje central de cualquier terapia con independencia de su corriente psicológica.

FACILITACIÓN EMOCIONAL
La razón y la pasión parecen aspectos opuestos en nuestra vida. Durante siglos, filósofos y
científicos han puesto en duda su carácter interactivo y de ayuda recíproca. Las emociones y los
pensamientos se encuentran fusionados sólidamente y, si sabemos utilizar las emociones al servicio del
pensamiento, nos ayudan a razonar de forma más inteligente y tomar mejores decisiones. Tras una década
de investigación, empezamos a descubrir que dominar nuestras emociones y hacerlas partícipes de
nuestros pensamientos favorece una adaptación más apropiada al ambiente. Por ejemplo, nuestras
emociones se funden con nuestra forma de pensar consiguiendo guiar la atención a los problemas
realmente importantes, nos facilita el recuerdo de eventos emotivos, permite una formación de juicios
acorde a cómo nos sentimos y, en función de nuestros sentimientos, tomamos perspectivas diferentes ante
un mismo problema. Por otra parte, el «cómo nos sentimos» guiará nuestros pensamientos posteriores,
influirá en la creatividad en el trabajo, dirigirá nuestra forma de razonar y afectará a nuestra capacidad diaria
de deducción lógica. En efecto, que nuestros alumnos estén felices o tristes, enfadados o eufóricos o hagan
o no un uso apropiado de su IE para regular y comprender sus emociones puede, incluso, determinar el
resultado final de sus notas escolares y su posterior dedicación profesional.

COMPRENSIÓN EMOCIONAL
Para comprender los sentimientos de los demás debemos empezar por aprender a comprendernos
a nosotros mismos, cuáles son nuestras necesidades y deseos, qué cosas, personas o situaciones nos
causan determinados sentimientos, qué pensamientos generan tales emociones, cómo nos afectan y qué
consecuencias y reacciones nos provocan. Si reconocemos e identificamos nuestros propios sentimientos,
más facilidades tendremos para conectar con los del prójimo. Empatizar consiste «simplemente» en
situarnos en el lugar del otro y ser consciente de sus sentimientos, sus causas y sus implicaciones
personales. Ahora bien, en el caso de que la persona nunca haya sentido el sentimiento expresado por el
amigo, le resultará difícil tratar de comprender por lo que está pasando. Aquél que nunca ha vivido una
ruptura de pareja, en ningún momento fue alabado y reforzado por sus padres por un trabajo bien hecho o
jamás ha sufrido la perdida de un ser querido realizará un mayor esfuerzo mental y emocional de la
situación, aun a riesgo de no llegar a entenderlo finalmente, para imaginarse el estado afectivo de la otra
persona. Junto a la existencia de otros factores personales y ambientales, el nivel de IE de una persona
está relacionado con las experiencias emocionales que nos ocurren a lo largo del ciclo vital.
Desarrollar una plena destreza empática en los niños implica también enseñarles que no todos sentimos lo
mismo en situaciones semejantes y ante las mismas personas, que la individualidad orienta nuestras vidas y
que cada persona siente distintas necesidades, miedos, deseos y odios.

REGULACIÓN EMOCIONAL
Una de las habilidades más complicadas de desplegar y dominar con maestría es la regulación de
nuestros estados emocionales. Consiste en la habilidad para moderar o manejar nuestra propia reacción
emocional ante situaciones intensas, ya sean positivas o negativas. La regulación emocional se ha
considerado como la capacidad para evitar respuestas emocionales descontroladas en situaciones de ira,
provocación o miedo. Tal definición es comúnmente considerada correcta, pero resulta incompleta. Las
investigaciones están ampliando el campo de la autoregulación a las emociones positivas. Una línea
divisoria invisible y muy frágil demarca los límites entre sentir una emoción y dejarse llevar por ella. Es decir,
regular las emociones implica algo más que simplemente alcanzar satisfacción con los sentimientos
positivos y tratar de evitar y/o esconder nuestros afectos más nocivos. La regulación supone un paso más
allá, consiste en percibir, sentir y vivenciar nuestro estado afectivo, sin ser abrumado o avasallado por él, de
forma que no llegue a nublar nuestra forma de razonar. Posteriormente, debemos decidir de manera
prudente y consciente, cómo queremos hacer uso de tal información, de acuerdo a nuestras normas
sociales y culturales, para alcanzar un pensamiento claro y eficaz y no basado en el arrebato y la
irracionalidad. Un experto emocional elige bien los pensamientos a los que va a prestar atención con objeto
de no dejarse llevar por su primer impulso e, incluso, aprende a generar pensamientos alternativos
adaptativos para controlar posibles alteraciones emocionales. Del mismo modo, una regulación efectiva
contempla la capacidad para tolerar la frustración y sentirse tranquilo y relajado ante metas que se plantean
como muy lejanas o inalcanzables. Tampoco se puede pasar por alto la importancia de la destreza
regulativa a la hora de poner en práctica nuestra capacidad para automotivarnos. En este sentido, el
proceso autoregulativo forma parte de la habilidad inherente para valorar nuestras prioridades, dirigir
nuestra energía hacia la consecución de un objetivo, afrontando positivamente los obstáculos encontrados
en el camino, a través de un estado de búsqueda, constancia y entusiasmo hacia nuestras metas.
CONCLUSIÓN
El propósito de este artículo ha sido sensibilizar a los educadores sobre la importancia de la
educación explícita de las emociones y de los beneficios personales y sociales que conlleva.
Hasta hace relativamente poco tiempo cuando se revisaba la bibliografía sobre cómo deben educar
los profesores, se enfatizaba el aprendizaje y la enseñanza de modelos de conductas correctas y pautas de
acción deseables en una relación. Escasa mención se daba a los sentimientos y emociones generadas por
uno y otro. Es decir, la tendencia arraigada era la de manejar y, hasta cierto punto controlar, el
comportamiento de nuestros alumnos sin atender a las emociones subyacentes a tales conductas. Nuestra
postura en consonancia con la del modelo de inteligencia emocional de Mayer y Salovey de habilidad es
algo distinta. Debemos comprender y crear en nuestros adolescentes una forma inteligente de sentir, sin
olvidar cultivar los sentimientos de padres y educadores y, tras ello, el comportamiento y las relaciones
familiares y escolares irán tornándose más equilibradas.
Por otra parte, la enseñanza de emociones inteligentes depende de la práctica, el entrenamiento y
su perfeccionamiento y, no tanto, de la instrucción verbal. Ante una reacción emocional desadaptativa de
poco sirve el sermón o la amenaza verbal de «no lo vuelvas a hacer». Lo esencial es ejercitar y practicar las
capacidades emocionales desglosadas en el artículo y convertirlas en una parte más del repertorio
emocional del niño. De esta forma, técnicas como el modelado y el role-playing emocional se convierten en
herramientas básicas de aprendizaje a través de las cuales los educadores, en cuanto «expertos
emocionales», materializan su influencia educativa, marcan las relaciones socioafectivas y encauzan el
desarrollo emocional de sus alumnos.
Acorde con lo expuesto, la escuela tendrá en el siglo XXI la responsabilidad de educar las
emociones de nuestros hijos tanto o más que la propia familia. La inteligencia emocional no es sólo una
cualidad individual. Las organizaciones y los grupos poseen su propio clima emocional, determinado en
gran parte por la habilidad en IE de sus líderes. En el contexto escolar, los educadores son los principales
líderes emocionales de sus alumnos. La capacidad del profesor para captar, comprender y regular las
emociones de sus alumnos es el mejor índice del equilibrio emocional de su clase.
En este momento de fuerte debate sobre los cambios educativos, sería una buena ocasión para reflexionar
sobre la inclusión de las habilidades emocionales de forma explícita en el sistema escolar. Porque el
profesor ideal para este nuevo siglo tendrá que ser capaz de enseñar la aritmética del corazón y la
gramática de las relaciones sociales. Si la escuela y la administración asumen este reto, dotando de la
formación pertinente a los educadores, hará que la convivencia en este milenio sea más fácil para todos y
que nuestro corazón no sufra más de lo necesario.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS DE INTERÉS
En este apartado recogemos alguna de la bibliografía actual que nos ha parecido más relevante
para aquellos lectores interesados en profundizar en el campo de la inteligencia emocional, su educación y
desarrollo.
Bibliografía en español:
- ELIAS, M.; TOBIAS, S., y FRIEDLANDER, B. (1999): Educar con inteligencia emocional. Barcelona,
Plaza y Janés.
- FERNÁNDEZ-BERROCAL, P.; SALOVEY, P.; VERA, A.; RAMOS, N., y EXTREMERA, N. (2001): «Cultura,
inteligencia emocional percibida y ajuste emocional: un estudio preliminar», en: Revista Electrónica
de Motivación y Emoción, 4.
- FERNÁNDEZ-BERROCAL, P., y RAMOS, N. (2002). Corazones Inteligentes. Barcelona, Kairós.
- GARDNER, H. (2001): La inteligencia reformulada. Barcelona, Paidós.
- GOLEMAN, D. (1996): Inteligencia emocional. Barcelona, Kairós.
- GOTTMAN, J., y DECLAIRE, J. (1997): Los mejores padres. Madrid, Javier Vergara.
- GÜELL, M., y MUÑOZ, J. (1999): Desonócete a ti mismo. Programa de alfabetización emocional.
Barcelona, Paidos.
- SHAPIRO, L. E. (1997): La inteligencia emocional en niños. Madrid, Javier Vergara.
- STERNBERG, R. (1997): La inteligencia exitosa. Barcelona, Paidós.
- VALLÉS, A., y VALLÉS, C. (2000): Inteligencia emocional: Aplicaciones educativas. Madrid, Editorial
EOS.
Bibliografía en inglés:
- BAR-ON, R., y PARKER, J. (2001): The Handbook of Emotional Intelligence. Theory, developmental,
and application at home, school, and in the workplace. San Francisco, Jossey-Bass.
- CIARROCHI, J.; FORGAS, J., y MAYER, J. (2001): Emotional Intelligence in Everyday Life: A Scientific
Inquiry. Nueva York, Psychology Press.
- SALOVEY, P., y SLUYTER, D. (1997): Emotional Development and Emotional Intelligence: Implications
for Educators. Nueva York, Basic Books.

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